El tiempo todo lo prueba. Nada ni nadie como él para develar lo que de verdadero tiene este asunto del vivir. Las falsedades se desnudan como pétalos, embestidas por su entereza y su permanecer. Gestos engañosos, palabras vanas dicha cual promesas; sentimientos que buscaron ser, aquello a lo que no estaban destinados; caminos fáciles, que resultaron traicioneros; hermandades fingidas por conveniencia. ¡TODO! El tiempo todo lo prueba.
-¿Me quieres?- me preguntó, tomándome por sorpresa… como si yo no hubiese ensayado la respuesta ya un millón de veces. Le contesté: «deja que el tiempo sea quien te lo diga», y el momento quedó atrapado en un halo de misterio que le hizo sonreír y a mí pensar. Yo ya conocía de mi disposición natural hacia el amor -misma razón por la que me empeño en querer a muy poca gente-, una vez amo, no encuentro el modo de deshacerlo. Por eso la respuesta a su pregunta la supe desde siempre: no sé hacerlo de otro modo, yo amo para toda la vida.
Pero volvamos al tiempo y su implacable función de probarlo todo -bueno y malo, virtud y vileza, verdad y falsedades-. El dilema yace en un valor que se alimenta a veces de la resignación, otras de la tranquilidad, las que más de la lentitud y las que menos de la calma… Hablo de la paciencia. Cuántos hemos claudicado por causa de la desesperación y las dudas que siempre la acompañan. La paciencia, amig@ tranquer@, es un árbol de raíces amargas, pero cuyos frutos son dulces como los labios del deseo.
¡En fin! Dejemos al tiempo des-velarnos… y despojados los gestos, las palabras y los sentimientos. Mostrémonos desnudos ante la vida y el amor. Sólo a ellos les corresponde juzgarnos, si así lo considerasen necesario.
Mientras, ¡ven aquí! y deja que vuelva a morderte el lóbulo de la oreja.
TrancasBarrancas
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