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No den de comer al poeta…

No den de comer al poeta
No lo acaricien
No se acerquen
No lo cojan en brazos
No deslice la mano sobre su lomo…
Si lo impregna con su olor, 
podrían aborrecerlo sus musas
y no volver por él.
No le eche emociones 
de esas de las que usted se alimenta,
su organismo es sensible 
y podría no tolerarlas bien.
No le llame por su nombre para que acuda,
nunca atiende,
porque quizá tenga mil nombres
Y si alguna vez paseando se lo encuentra,
obsérvenlo con cautela
Son asustadizos…
y es fácil que lo encuentre herido,
suelen estarlo
Puede que le parezca mono,
que quiera darle cobijo,
llevárselo a casa, 
quizá que desee curarlo
pero créame,
fuera de su habitad
sin su tristeza negada,
sin su dolor público,
sin su impostura fingida,
sin su locura transida,
sin sus sueños de papel,
mueren al poco…
porque la realidad los mata.

Pedro de Paz

El amor del lobo y otros remordimientos

Para nosotros, comer y ser comidos pertenece al terrible secreto del amor. Sólo queremos a la persona que podemos devorar. A la persona que amamos sólo soñamos en comérnosla. Es una historia bellísima, la del propio tormento. Porque amar es querer y poder comer y detenerse en el límite. En el mínimo latido entre el brinco y el acecho brota el miedo. El brinco estaba ya en los aires. El corazón se detiene. El corazón arranca de nuevo. Todo en el amor está vuelto hacia esta absorción. Al mismo tiempo, el verdadero amor es un no-tocar, pero casi-tocar de todos modos. Devórame, amor mío, de lo contrario te devoraré. El miedo a comer, el miedo de lo comible, el miedo de aquél de ambos que se siente amado, deseado, que quiere ser amado, deseado, que desea ser deseado, que sabe que no hay mayor prueba de amor que el apetito del otro, que se muere de ganas de ser comido y se muere de miedo ante la idea de ser comido, que dice o no dice, pero significa: te lo suplico, devórame. Quiéreme hasta el tuétano. Y sin embargo arréglatelas para dejarme vivir. Pero a menudo se transpone, porque se sabe que el otro no devorará finalmente, y se dice: muérdeme. Firma mi muerte con tus dientes.

Hélène Cixous

 

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by desconocido

Del café y el comer con las manos…

«Si ven que a veces falto… ando viviendo.
¡Que ya toca! »

Jc.B.

Pocas cosas disfruto tanto como meterle los dedos a la comida. Dejar de lado formalidades y utensilios para simple y llanamente usar mis manos. Tomar un pedazo de pan recién horneado y mojarlo en la untuosidad de una yema de huevo frito, cocida a la perfección; luego, llevarle a la boca como si fuese el más costoso manjar en la mesa de un rey, y abandonarle allí mientras mastico con fruición y relamo cada una de las puntas de mis dedos en busca de un último reducto de amarillo placer.
Sostener en la mano un pedazo de carne mientras los dientes hincan desgarrando, una parte sobre la que luego se sellarán los labios atrapando masa, jugos y sobre todo sabor. Abrir luego la boca para incorporar un puñado de arroz apretujado entre el índice, anular, mayor y pulgar, mientras el meñique los observa receloso. Sentir cómo los almidones van disminuyendo el ardor que momentos antes dejaron las especias y volver a lamer los dedos, buscando incorporar nuevos latigazos de picante a todo el conjunto.

¡Oh sí!, definitivamente disfruto el comer con las manos… pero es un placer que reservo sólo para momentos especiales. Uno que guardo para cuando necesito recordar la ilimitada libertad de los primeros años; ese tiempo donde se fundían imaginación y esperanza para hacerte creer que no había cosa imposible, si le echabas ganas. Uno que guardo para cuando necesito reírme conmigo mismo… y romper un par de reglas de este juego, del que nunca me preguntaron si deseaba jugar.

Años después me ha tocado aprender que la vida no es tan justa ni la gente tan buena; que tiempo y ocasión acontecen a todos; y que el arquitecto responsable de mi vida, no es otro más que yo mismo. Quizás por ello prefiero guardar esas breves cápsulas de tiempo -donde a través de un inocente acto de rebeldía el placer vuelve a percibirse ilimitado- para cuando me son muy necesarias, y así no arriesgarme a que la rutina les robe el encanto.

Todos añoramos la ilusión de la felicidad… aunque sea durante la breve eternidad de unos segundos. Meditaba en ello esta mañana mientras tomaba mi café. Y volví a reír como loco, cuando por enésima vez untaba de yema el pedazo de pan durante el desayuno.

A la vida también hay que meterle mano, meñique incluido; celebrarla cuando es tiempo, gozarse con ella y relamernos los dedos de gusto, y sin remordimientos… que ya luego terminarán las fiestas y vendrá el momento de ponernos a régimen, también por enésima vez.

¡Es una pena que el café no pueda tomarse con las manos!

TrancasBarrancas

Sin Café
by desconocido