Hace años, en un pueblo de Teruel, tomé una tibia humana de un osario de un cementerio en ruinas. Era increíblemente ligera… Me fascina observar los huesos vacíos de cualquier carne, de cualquier vida. Pensar que una vez sintieron…
Ser o no ser no es la cuestión, la teatral cuestión. La verdadera pregunta es si valió la pena tanta esclavitud para ganar nada; para ser un hueso sin vida en las manos de un escritor.
No hay premios para los muertos, por muy buenos que fueron cuando sus huesos tenían carne.
Pidió para sí uno de sus libros… uno que hubiese sido suyo por mucho tiempo; cuyas páginas, cada una de ellas, hubiesen sido tocadas por sus manos; uno de gran importancia, que le hubiese impactado en gran manera y, en modo alguno, influenciado su carácter como escritor. Y pues claro, no podía ser menos, cuando vino a verla -cruzando poco más de seis mil kilómetros de distancias y desasosiegos varios-, la trajo un pedazo de su corazón… tal cual estaba y sin mayores afeites -sepia, marcado por todas partes y lleno de notas escritas a lápiz, por si algún día llegaban los remordimientos-, la única copia del Quijote que poseía en su selecta biblioteca, y que en si misma guardaba su propia historia.
El escritor se alimenta a través de todos los sentidos. Se inspira en la belleza que ven sus ojos. Cuenta las historias que llegan a sus oídos. Transcribe lo que el tacto dictó a su corazón. Los recuerdos que a su mente traen los olores y las sensaciones que despertó cuando utilizaba su lengua para tatuar versos en piel ajena. Lo único que puede impedir a un escritor su arte, es la muerte. Porque hasta la locura encuentra en él abrigo.