Tú,
a la distancia de unos ojos cerrados
que te vuelven a mí,
en un gramo de ti que me intoxica
… mordisqueando mi boca
y tus dientes
¡Oh!, tus dientes.
Tú,
costándome
aun el vacío que llevo en los bolsillos,
viviéndome
como si el tiempo no importara
y la sangre se hubiese detenido.
Pero sigues aquí…
¡y lo sabes!
Leve
etérea
florando, mientras
cada vez me hundes más en ti.
Gravitas
en esta fábula que construyo
de tu lengua.
¡Oh!, tu lengua.
Yo no me creo tu boca, morena…
ni esa bemba de carne encendida
y de dientes hincados
cuando me piensas;
de lengua juguetona con aroma a guayaba,
que te invita a morderla.
Tampoco me convence
tu piel de tamarindo, morena.
Quiero paleta en mano,
los tonos irisados del sol cuando te besa.
Ver si es rosado tu encanto…
o viscoso el sudor que destilas, morena.
Saber si es cierto aquello
que me dijiste un día:
«todo aquel que me probó… regresa.”
La magia se detuvo a dos escasos centímetros de mi boca… contuvo el aliento… me mordió los labios. Luego escupió sobre todo lo que alguna vez llamó sagrado, recogió el hilo de sangre con la lengua y, descarada, en un gesto mas bien obsceno, relamió sus colmillos afilados. Es todo cuanto de ella sé decir.
Por ti madrugo para colar café … y olvidar esta distancia en tiempo que separa tu día de mi noche. … y besarte, en la tibieza que inunda tus manos, cuando con ellas arropas la taza.
Soy el humo que besa delicado tu nariz, pero también el calor que hace arder tu lengua cuando te toca …
El escritor se alimenta a través de todos los sentidos. Se inspira en la belleza que ven sus ojos. Cuenta las historias que llegan a sus oídos. Transcribe lo que el tacto dictó a su corazón. Los recuerdos que a su mente traen los olores y las sensaciones que despertó cuando utilizaba su lengua para tatuar versos en piel ajena. Lo único que puede impedir a un escritor su arte, es la muerte. Porque hasta la locura encuentra en él abrigo.
Cuando le hablaba, ella cerraba los ojos y se relamía los labios constantemente… como si algunas palabras viniesen revestidas de exquisitos sabores que podía libar en su lengua. La palabra «tú» sabía a miel de arce, «luna» tenía los aromas suaves del Alvariño, mientras que «quiero», venía revestido de un intenso sabor a chocolate negro. El extraño fenómeno no parecía ocurrir con todas las palabras pero sí con una buena parte de ellas, las suficientes como para volver la lectura de algún breve relato en una fascinante aventura sensorial. Antes de confesarme su padecimiento, tales reacciones me resultaban por demás inquietantes; pero, fuera de la sorpresa inicial que me produjo, no podía ocultar el sentimiento de fascinación que me producía su inusual forma de sinestesia.
Probar su sexo es comerse una manzana de oro en almíbar. Te seduce, te llama por tu nombre, te come la oreja dulcemente hasta volverse irresistible. Entonces le muerdes… y la viscosa suavidad de su almíbar anestesia tus labios, para que no sientas cómo la semilla va hincando sus púas en tu carne. Luego viene el dolor -agridulce- y juntamente con él, el irresistible deseo por más.Su olor a canela y clavo echa raíces en tu boca… atrapando tu lengua y sus papilas. Confundido, no sabes si detenerte o continuar. Te encuentras solo, ante la imperiosa necesidad de calmar un hambre que no se sacia, que no mengua, que no tiene fecha de caducidad. Jamás conocerás una fruta más exquisita, abrumadora o deseada.
No sé por qué pensé en el sabor de la miel en la vertical de tu boca. J.G.
Porque tu lengua no se detiene en su dimensión, mas bien se extiende… hasta alcanzar el límite de mis profundidades …Y su grito remonta más allá de la elocuencia de todos mis silencios.
La humedad, en contra de lo que se piensa, no puede ser comprendida en su totalidad. Precisamente por eso no tuvo más remedio que arriesgar, abandonar su estrategia de hermetismo, y abrir alguna puerta a lo inesperado. Lo que en realidad abrió fue una boca. Y tuvo suerte. Allí estaba la lengua, una lengua hermosa que habitaba el centro mismo de la humedad.
A sabiendas de que la creación se producía desde tiempos inmemoriales como un acto del habla, repetía el sonido de su nombre sin pausa y con un extraño fervor frío. El azar, cada día más meticuloso en sus labores, no podía por menos que devolverle en agradecimiento una evidencia: el eco vacío de su ausencia. También quedaba en él, cómo no, una versión refinada y pervertida del recuerdo, que en su caso se concretaba en la evocación de un beso húmedo de buenos días, sin duda, el primer acto puro de la lengua.
Conteo regresivo a mi felicidad a mi felicidad que es tenerte y que me tengas… y tu lengua traviesa y tus manos expertas y la suavidad inusual de tus pies de hombre. ¡Todo tú volverás a ser mío!
Se está arrimando un día feliz, donde abandonas la sequedad de tu centro, por mi mar. Mi sol se acerca, con cada día que pasa y ahora es él quien me ofrece su fuego para que arda… y arda
… y vuelva a arder una vez más.