Superado el asombro que le produjo el prudencial cálculo de la trayectoria de aquella Bugambilia, logró abrir la ventana del auto con el tiempo justo para que el viento, en un último soplo de vida, la posara sobre su regazo. Entonces sí se permitió un momento para asimilar el milagro que acababa de ocurrir, hecho tan a su medida. El claxon desesperado de su vecino de atrás le sacó de la ensimismada sonrisa que le produjo el recuerdo de sus besos, de todos sus besos -cuando las luces de los semáforos todavía no perdían su rojo-, pero no logró contagiarle prisa alguna; pues pocas cosas son capaces de desdibujarte la sonrisa, en las mañanas en donde una flor es capaz de reinventarte la fe.
Con la Bija preparaba un aceite que utilizaba para elaborar suculentos guisos, en donde los ingredientes se cocían a una dentro de la misma paila. También le servía como tinte, para pintarse de rojo los labios; y, con el fin de despertarle todos los apetitos, como ungüento enervante sobre el sexo colorado y florecido.