«Quería protegerla, preservarla del miedo, y no se le ocurrió otra forma que abrazarla. Y eso hizo: abrazarla con ganas, sin reservas.»
J.G.G.
Tras las primeras semanas de aclimatarse a su conocida realidad, el desasosiego fue cediendo paso a una cierta tranquilidad parecida más bien a la resignación. Las horas de sueño fueron aumentando paulatina y lentamente, hasta lograr superar las cinco horas corridas, pero rara vez más allá de las siete.
A pesar de no creerse la frase aquella de que el tiempo lo cura todo, fue acostumbrándose a una existencia relegada… conforme con saber que él seguía allí, medianamente bien y no más lejos de un ojo que le espiaba con mayor curiosidad que vergüenza. Pero anoche, en el momento cuando se disponía a dormir, sintió una desazón terrible. Uno de esos miedos que te exponen, abriéndote todos los poros de la piel a un tiempo, para dejar que el frío te cale hasta el tuétano. La angustia era tan pesada y real que sus labios, no pudiendo permanecer cerrados, dejaron escapar un «tengo miedo»… que, como un susurro, hizo eco cuando se lo llevaba el viento.
No se puede luchar contra lo pactado, sobre todo cuando se sabe necesario.
Sin mayores esperanzas, no recuerda exactamente cuánto tiempo pasó hasta quedarse dormida… pero al día siguiente, desafiando todo pronóstico y cruzando las distancias y obstáculos que mutuamente colocaron entre si, le llegó su Abrazo… uno de esos que, una vez anclados en el alma, es sencillamente imposible desprenderlos.
Trancas Barrancas