Definitivamente era muy temprano para llorar. Faltaban unos minutos para la siete de la mañana y la casa seguía cerrada. Todavía no había recogido las cortinas… ni tan siquiera abierto la puerta a las perras para su acostumbrado alivio matutino. La greca del café se tomaba su tiempo y los bostezos parecían mas bien el concierto de una sola nota, reiterativa.
Reparó en el nombre de Fernando, que sobresalía sobre la negra pantalla del móvil, al que tampoco le terminaba de amanecer… y se alegró para si, al comprobar que su mensaje del día anterior había sido respondido. «Acabo de recuperar esta cuenta, después de meses deshabitada, y he encontrado un viejo mensaje tuyo, que estaba sin responder, saludándome. Sólo unas líneas para decirte que ya está disponible y, si gustas, ya puedes volver a escribirme por aquí». Lo que no imaginó posible, al momento de enviar el mensaje, fue la contestación que recibiría:
«¡Mi amada profe! Usted no se imagina cuánto yo la amo. Está siempre en mis pensamientos. Y estoy tan agradecido. Sus enseñanzas siempre están conmigo.
Te amooo por siempre… aunque no sepa de ti con frecuencia».
Definitivamente, era demasiado temprano para llorar… pero quién se atreve a llamar inoportuna a la felicidad.
La cebolla que ocuparía el desayuno de aquella mañana, seguía observándola, intacta, desde la tabla de cortar, al otro lado de la cocina; el viento seguía aguardando a que le abrieran las ventanas, para hacer suyo hasta el último rincón de la casa; y el polvo, el de siempre, había sido desterrado la noche anterior hasta los confines del bote de basura desde donde, eventualmente, volvería a escapar. Entonces, si no fue el ácido sulfúrico de la cebolla, ni el viento del norte que gustaba de resecarle unas veces los ojos y otras el corazón, ni el irritante polvo revolteando sus viejas alergias… se podía deducir que aquellas lágrimas henchidas de orgullo y satisfacción (porque no todo es plantar en el maldito desierto) eran de pura dicha. La misma dicha que produce, ante el deber cumplido, el agradecimiento más profundo.
Cuando logró recobrar la compostura le dejó un último mensaje que rezaba: «¡Hijo mío! Te bendigo siempre. Es todo cuanto necesitaba saber. Gracias por tomarte el tiempo de decírmelo. Tus logros (que son muchos e importantes) son también los míos. No te haces una idea lo orgullosa que me siento de ti. Gracias por llenar de alegría mi corazón».
Entonces, el día verdaderamente se puso en marcha… y esa mañana, el café, que llevaba un ligero toquecito de sal de lágrimas, le supo extraordinariamente más dulce que nunca.
#VitaHayes para T.B.
Marzo 28, 2021